EL CONTEXTO SOCIO-ECONÓMICO Y
EL ALCANCE DE LA REFORMA LABORAL
Carlos L. Alfonso Mellado
Catedrático de Derecho del Trabajo
y de la Seguridad Social
Universitat de València – Estudi General
INTRODUCCIÓN
Los juristas que nos movemos en el ámbito laboral estamos ya muy habituados a las reiteradas reformas de la legislación laboral; en relación con ellas, en buena medida, hemos asumido, y en algunos casos acríticamente, que se sucedan una a otra casi sin tiempo a que en la sociedad se hayan podido asentar los efectos de la anterior.
Creo que es hora ya de que hagamos algo más que comentar jurídicamente las sucesivas reformas laborales. Sin duda, en nuestro ámbito, destacar los cambios concretos de regulación y analizar los problemas de interpretación que plantean es importante, pero creo que ha llegado ya el momento de que también nos detengamos un poco y reflexionemos sobre algo más general; en concreto me parece imprescindible reflexionar sobre las grandes líneas reformadoras, las ideas o argumentos en los que se apoyan y los datos que justifican o contradicen esas ideas.
Es cierto que eso hace que debamos pedir prestados a otras disciplinas del ámbito de las Ciencias Sociales (fundamentalmente sociológicas y económicas) datos e instrumentos, técnicas de investigación, pero el Derecho es una Ciencia Social más.
Posiblemente esa reflexión más general nos ofrezca una perspectiva novedosa y, como en mi caso, más crítica acerca de lo que se ha hecho.
No pretendo decir que estas reflexiones no se hayan producido en relación con anteriores y con esta última reforma, pero sí que debo señalar que las mismas en nuestro ámbito han tenido una posición muy secundaria, desbordadas por los comentarios estrictamente jurídicos y por las voces que ante cualquier crisis reclaman lo que denominan una reforma laboral, forma encubierta, muchas veces, para solicitar directamente una regresión de los derechos laborales de los trabajadores.
En este trabajo intentaré esbozar ese análisis más general, tal como se me ha encargado para intentar situar algunos rasgos que caractericen el contexto en el que se produce la reforma laboral del año 2010.
1. LAS REITERADAS REFORMAS LABORALES
Desde luego, como cualquiera que estudie el mundo laboral conoce, la legislación laboral ha experimentado numerosas reformas en su versión moderna, esto es, la que se inicia con la aprobación en el año 1980 del Estatuto de los Trabajadores, norma modernizadora que venía a romper en parte con la legislación laboral franquista y pretendía instaurar un sistema laboral más acorde con los cambios sociales y el nuevo régimen constitucional.
Desde entonces, como digo, han sido reiteradas las reformas laborales y ello sin tomar en consideración las que en el ámbito de la protección social se han producido.
Dentro de la dificultad de sistematizar esas reformas laborales, creo que pueden destacarse cuatro grandes etapas reformadoras, sobre las que no me puedo detener en exceso.
La primera de estas etapas se inicia en 1984 con la reforma del Estatuto de los Trabajadores (ET en lo sucesivo) para introducir amplias posibilidades de contratación temporal incluso, y como respuesta coyuntural frente a la crisis, en puestos estables que hasta entonces debían cubrirse por trabajadores fijos. En esta reforma se encuentra el origen de la amplia contratación temporal que tenemos y la cultura de la precariedad que en torno a ella ha surgido.
En 1994 se intentó reaccionar tímidamente contra esa amplia contratación temporal, iniciándose la que puede calificarse de segunda etapa reformadora. En ella se flexibilizó considerablemente la legislación laboral, especialmente para abrir nuevos espacios de negociación en la empresa y facilitar las decisiones organizativas del empleador, eliminado buena parte de las intervenciones administrativas que en la materia subsistían. Se pretendía así que los empleadores se orientasen hacia la flexibilidad interna, antes que hacia la flexibilidad en la entrada (contratación precaria) o el despido (flexibilidad de salida), como forma de afrontar las crisis empresariales.
La tercera gran etapa reformadora se inició en 1997, fundada además en los importantes acuerdos de concertación que en ese año se produjeron; en ella y en sucesivas reformas se ha intentado caminar, aparentemente sin mucho éxito, en la dirección de reducir la temporalidad existente, limitando las posibilidades de contratación temporal y haciendo aparición, como medida coyuntural pero que ha tenido continuidad desde entonces, una posibilidad de contrato indefinido con reducción de la indemnización frente al despido en algún concreto supuesto. Dentro de esta etapa, en reformas posteriores se admitirá el denominado “despido exprés”, esto es, el reconocimiento directo de la improcedencia del despido con la consiguiente eliminación de la indemnización por salarios de tramitación, que abarata considerablemente el coste de aquél y que ha sido una de las vías más utilizadas para reducir empleo en la actual crisis, haciendo que despidos que lógicamente debían haberse planteado como colectivos o como extinciones por causas objetivas se hayan reconducido a esta medida, lo que ha tenido el efecto de conducir a un despido rápido y sencillo pero haciendo que la indemnización de 45 días por año se convirtiese en la referencia para los empleadores1.
Es claro que en todas estas reformas se han introducido otras muchas medidas importantes, por ejemplo la legalización de las empresas de trabajo temporal o las vigentes reglas sobre concurrencia de convenios que dificultan considerablemente la articulación negocial, pero a grandes rasgos esas son las tres etapas precedentes2, que además evidencian la profunda labor reformadora por lo que resulta inexplicable que se acuse a toda esta legislación de residuo del franquismo3.
Finalmente, la última etapa reformadora se inicia con la actual reforma laboral, la del año 2010.
Es una nueva etapa porque, pese a que los problemas siguen siendo los mismos (elevado desempleo, exceso de contratación temporal, flexibilidad interna, régimen y coste del despido, etc.) y muchas de las medidas cuentan con precedentes, en ella se actúa integralmente para flexibilizar la legislación laboral, considerando que esa flexibilización es la vía esencial para la creación de empleo. Así: se abarata el despido y se amplían sus posibilidades; se extiende la fórmula de contrato indefinido con indemnización reducida; se amplía la flexibilidad en materia de organización del trabajo; se legalizan los servicios privados de empleo; se liberaliza la actuación de las empresas de trabajo temporal e incluso se anuncian reformas en materia de negociación colectiva si no se alcanza al respecto un acuerdo entre las organizaciones sindicales y empresariales, acuerdo sobre el que, como se sabe, de momento existe solamente una declaración conjunta en el marco de los recientes pactos sobre pensiones, empleo y otras cuestiones, etc.
Por el contrario, las medidas para dificultar el abuso en la contratación laboral tienen muy escaso impacto, como luego diré, confiando aparentemente en que la facilidad en la flexibilidad interna y el abaratamiento de los costes del despido reorientará las políticas empresariales, algo que hasta ahora no se apoya en ninguna evidencia que justifique que realmente puede ser así.
Es una nueva etapa, pues, más por la amplitud de la reforma que por la novedad de muchas de las medidas que en concreto se adoptan.
Quiero insistir en estas cuestiones que acabo de exponer: la escasa novedad de los problemas que existían en el momento en que se aborda la reforma laboral del 2010 y, por otro lado, en el conjunto de medidas esenciales que se introducen en el ordenamiento laboral, que pese a que las haya caracterizado como una nueva etapa, tampoco cabe ocultar que en buena parte tienen un sesgo continuista con las actuaciones de anteriores reformas4.
En efecto, la situación en el momento en el que se aborda la reforma laboral se caracterizaba, junto a otros factores, por un alto desempleo, una elevada tasa de temporalidad, una rotación en los contratos temporales muy elevada que conduce a duraciones muy cortas de muchos de ellos, una descausalización real de numerosos contratos temporales y una ineficacia de las medidas destinadas a potenciar el empleo indefinido, un convencimiento sobre los nocivos efectos dualizadores que provoca la contratación temporal y sus repercusiones, entre otros factores, sobre el nivel de consumo y el empleo juvenil y femenino, una situación de crisis económica internacional, agudizada en España por factores propios y una fuerte presión social, política y económica desde ciertos sectores nacionales e internacionales para que se produjese una reforma laboral.
Pues bien, este panorama que caracterizaba la situación del momento y que de alguna manera aún subsiste en parte, lo he descrito utilizando y resumiendo las palabras con las que la doctrina describía los aspectos que caracterizaban la situación en 1997 y que motivaron la reforma laboral aprobada ese mismo año5.
No deja de ser sorprendente, y es algo que debe apuntarse, que unas palabras escritas en 1997 nos sirvan más de una década después para describir el contexto en el que se produce una “nueva” reforma laboral.
Pero si la situación no había cambiado en sus rasgos esenciales, tampoco en esencia lo hacen muchas de las medidas que se adoptan para hacer frente a la misma.
En efecto, la misma doctrina, comentando aquella reforma, apuntaba que su carácter equilibrado pretendía obtenerse estableciendo algunos retoques en los contratos temporales y mejorando en clave garantista el contrato de formación, mientras que a favor de los empresarios se abarataba en algunos casos el coste del despido improcedente – se creaba el contrato en fomento de la contratación indefinida – y se definía en clave potencialmente flexibilizadora el supuesto de hecho del despido objetivo por causas económicas, técnicas, organizativas o de producción. En aquella reforma no se abordaba la flexibilidad interna porque está se había introducido en la reforma de 1994, modificando ampliamente al respecto el Estatuto de los Trabajadores, sin que se percibiese en aquél momento la necesidad de otras medidas complementarias.
Resulta así que ni la situación, ni los objetivos que se pretenden, ni las medidas que se adoptan, son tan nuevos6; son, en general y a salvo de las lógicas excepciones, más de lo mismo y ahora, olvidando mi posición personal y situándome simplemente en la de un observador imparcial, creo que éste nos preguntaría, y con razón, si no ha llegado ya el momento, tras 16 años de adoptar medidas similares (1994-2010 y si se me apura podríamos remontarnos a 1984) sin que se haya conseguido modificar la situación, de plantear la adopción de otras medidas distintas.
Bien, la reflexión general que al respecto se me pide, empieza precisamente, enlazando con esa idea, con la cuestión esencial: ¿se necesitaba en 2010 una nueva reforma laboral?
2. ¿ERA NECESARIA UNA NUEVA REFORMA LABORAL?
En la actual crisis se han venido oyendo con reiteración voces que proclamaban la necesidad de una reforma laboral, si bien no todas coincidían en las soluciones propuestas; es más, tras la reciente actuación legislativa, se sigue reclamando una reforma laboral más importante.
Entre las voces que reclamaban una reforma laboral, como puede comprobarse en cualquier hemeroteca, existían diferentes posiciones, aunque no necesariamente contrapuestas, pues en cada caso se incidía más o especialmente en uno u otro aspecto.
Así, se ha reclamado una reforma del sistema de negociación colectiva que abriese más posibilidades a la negociación en la empresa; otras voces, recuérdese el denominado manifiesto de los cien economistas, preconizaban la necesidad de reformar la contratación laboral, especialmente por dos razones: abaratar el despido y reducir la dualización entre trabajadores temporales y fijos, aunque, según los casos, se hacía más incidencia en una de estas dos cuestiones; también se ha defendido, por supuesto, la necesidad de reformas en la protección social, cuestión que dejo fuera de este análisis; y, finalmente y por resumir, en otras opiniones se atacaba directamente el sistema de protección frente al despido, entendiendo que había que introducir una amplia desprotección en la materia.
En general, todas estas opiniones sostenían y sostienen la necesidad de las reformas como la necesaria respuesta ante la pérdida de competitividad de nuestra economía y ante los elementos de lo que se denominan “rigideces” en nuestra legislación laboral, que en algunos casos se hacen derivar del sistema preconstitucional, defendiéndose abiertamente la profunda transformación, cuando no directamente la derogación, del ET pese a que, como he dicho, es una norma posterior a la Constitución y profundamente transformada en muy diversas ocasiones para adaptarla a los cambios socio-económicos, para modernizarla y, cómo no, para dar respuesta a exigencias de reforma similares a las que actualmente se han plantado .
En muchos casos estos debates en torno a la reforma laboral enlazan con otros que han sido tradicionales en nuestra doctrina jurídico-laboralista, que sistemáticamente ha defendido la necesidad de potenciar la flexibilidad interna frente a las alternativas de flexibilización de la entrada y salida de la empresa, dirección desde luego correcta pero que necesita de análisis complementarios.
De hecho esa percepción de dos análisis claramente contrapuestos no es personal, sino que creo que todos la hemos podido apreciar y a ella se han referido autorizadas voces, señalando que en la fase previa se contraponía una visión que apuntaba a que la intensidad en la destrucción de empleo que se produjo en 2009 – y también en 2010 – estaba motivada por la rigidez de nuestra legislación laboral y, claro es, de nuestra negociación colectiva, a otro enfoque que señalaba que la crisis no tenía componentes vinculados a la regulación del mercado del trabajo, sino que se derivaba de la deficiente regulación de los mercados financieros y sus prácticas y de la pervivencia de un modelo productivo imposible de sostener, fundado en la construcción residencial, siendo las evoluciones cíclicas del mismo las que explicarían el crecimiento y destrucción de empleo en las distintas épocas7
Todas estas posiciones, lógicamente, se han agudizado como una respuesta a la crisis que venimos padeciendo, exigiendo una reforma laboral e incluso considerando algunas opiniones, tal como avancé, insuficiente la que se ha producido.
Pues bien, para responder a la pregunta sobre el papel que una reforma laboral podría jugar en esta crisis, habría que determinar en primer lugar si estamos ante una crisis producida por la regulación laboral.
La respuesta creo que es indiscutible: no estamos ante una crisis producida por la regulación laboral y, en consecuencia, la reforma laboral puede no ser tan necesaria como se pretende hacer creer o como ciertas exigencias parecen dar a entender, al menos no sería necesaria una reforma tan importante y en la orientación que se ha producido, que habría venido propiciada, más por orientaciones ideológicas, que por las auténticas necesidades de nuestro sistema de relaciones laborales8.
En todo caso esa conclusión debe reforzarse con algún tipo de justificaciones y ello es lo que, como elemento de reflexión, propongo a continuación.
3. ALGUNAS CONSIDERACIONES Y JUSTIFICACIONES SOBRE EL CARÁCTER NO LABORAL DE LA CRISIS ACTUAL
Una primera consideración que debe tenerse presente es que no estamos ante una crisis que afecte solamente al Estado español; la actual crisis es mundial.
Los factores esenciales que han desencadenado esta crisis y que generalmente se aceptan como tales9 son, entre otros, los siguientes:
- Un colapso del sistema financiero derivado de unas prácticas especulativas incontroladas, que se siguen produciendo, siendo evidentes las llamadas de diversas instituciones políticas a reaccionar frente a las mismas.
- Una caída del consumo, estimulada además por: la restricción del crédito derivada del colapso del sistema financiero; el temor psicológico ante el futuro y una reducción de las inversiones públicas, al tener que destinar ingentes fondos a paliar la crisis en el sistema financiero y sus consecuencias sociales.
Por el contrario, las instituciones laborales han tenido muy poco o nada que ver en el origen y evolución de esta crisis, a salvo de lo que luego diré.
Creo que es fácil aceptar esta consideración acerca de la irrelevancia de los aspectos laborales en la actual crisis si se aprecia que ha afectado a muy diversos Estados, con regulaciones laborales distintas y que no han existido cambios sustanciales con las vigentes en momentos de expansión; no parece que una regulación laboral que no impidió la expansión sea ahora la causante de la crisis.
Si lo anterior puede afirmarse de la crisis en general, al contemplar la realidad española hay que tomar en consideración que ha tenido componentes específicos que no conviene despreciar y que pueden tener importancia para analizar la necesidad o no de una reforma laboral.
En efecto, en el Estado español a la crisis financiera y del consumo mundial se le une: el estallido de la burbuja inmobiliaria creada a lo largo de bastantes años; un modelo productivo basado en sectores muy vulnerables ante una crisis: construcción, servicios de ocio y turismo y, en otros casos, en sectores con un importante componente de industrias de mano de obra intensiva (más vulnerables ante la competencia internacional), del automóvil (en procesos crecientes de deslocalización) y una gran escasez de industrias de alta tecnología.
El factor de la deslocalización, y los consiguientes procesos de desinversión, no es despreciable porque la actual crisis se ha producido poco después de los momentos de expansión de la Unión Europea hacia nuevos territorios y de la incorporación de Estados con costes salariales inferiores, además de los acuerdos preferenciales de comercio con Estados próximos geográficamente (Marruecos) o que han solicitado la adhesión a la UE (Turquía) y de la amplia liberalización del comercio mundial.
Es evidente que el trabajo en otros ámbitos geográficos, desde luego en algunos de los nuevos países que han entrado a formar parte de la Unión Europea, tiene un coste muy inferior.
Me parece que puede establecerse la conclusión, esencial para entender la gran destrucción de empleo que hemos padecido, de que ese modelo productivo, que en rasgos generales he caracterizado, es capaz de generar mucho empleo en momentos de expansión (industrias de uso de mano de obra intensiva y muy dirigidas al consumo, servicios del ocio y turismo), pero también lo destruye con la misma velocidad en momentos de recesión porque son empresas y sectores que sufren intensamente cualquier crisis10. Esta gran destrucción de empleo incrementa el coste de protección social y disminuye la capacidad de inversión de las Administraciones Públicas (por cierto ya muy mermada por su fuerte endeudamiento), lo que agrava la crisis.
Nuestro modelo productivo, cuando ha generado ocupación, lo ha hecho mediante empleo de baja calidad y en muchos casos precario, con un fuerte componente de población inmigrada y con escasas posibilidades de ahorro, lo que hace a esos trabajadores más vulnerables ante las consecuencias de la crisis y más dependientes de la protección social.
A su vez, en nuestro caso la restricción en el consumo es muy amplia: no hay suficiente ahorro, se restringe el crédito, las personas reducen gastos ante el desempleo o ante el temor a él. Las políticas de restricción salarial (tanto en el sector privado como en el público) provocan nuevas reducciones de consumo, que se ven agudizadas por el elevado volumen de endeudamiento privado, derivado en buena medida de la apuesta por el sector inmobiliario y el alto precio de la vivienda (las familias se endeudan por asumir hipotecas muy elevadas; la banca privada se endeuda considerablemente para seguir concediendo esas hipotecas y para financiar la adquisición de terreno por los promotores)11.
Lógicamente, la restricción del consumo incrementa los efectos de la crisis.
Pero es que, además, hay otro elemento nada despreciable para analizar el impacto de la crisis en nuestra realidad; ese elemento es que nuestra estructura productiva está basada en pequeñas empresas
Según datos del INE de diciembre de 2009, en atención al directorio de empresas teníamos: 3.335.000 empresarios12.
Si atendemos a estos datos del INE y los cruzamos con la información estadística de la Tesorería General de la Seguridad Social, podemos extraer algunas conclusiones.
En efecto, de ese total de empresarios más de la mitad no cuentan con asalariados, no son, pues, empleadores, aunque potencialmente lo podrían ser si una evolución económica favorable les llevase a incrementar su carga de trabajo.
Del 1.600.000 de empleadores, como cotizantes a la Seguridad Social en el régimen general y del carbón aparecen 1.264.689, dato que, por cierto y una vez depurado con la valoración del resto de empleadores, nos podría dar un volumen aproximado de la incidencia de la economía sumergida o informal.
Bien, dando por buenos esos datos para aquellas fechas porque en sentido aproximativo lo son, podemos seguir extrayendo conclusiones.
De ese algo menos de 1.600.000 empresarios:
Más de 919.000 tienen 1 ó 2 trabajadores (704.052, según datos de la Seguridad Social).
Más de 332.000 tienen de 3 a 5 trabajadores (274.446 según datos de la Seguridad Social).
Y más de 151.000 tienen de 6 a 9 trabajadores (117.311 según la Seguridad Social).
Sólo unos 12.000 empleadores tienen más de 100 asalariados y registrados en la Seguridad Social con más de 49 trabajadores hay escasamente otros 28.000, pero en todo caso se trata de empresas, no de centros de trabajo, pues algunas de esas empresas tienen centros de trabajo de muy escasas dimensiones.
Estos datos permiten extraer algunas conclusiones adicionales.
- Este tipo de empresa pequeña, predominante en nuestra estructura productiva, depende, en gran medida, del crédito.
- El volumen de economía sumergida comparando datos del INE 2009 y de la Seguridad Social, podría alcanzar casi un 20%, dato que por cierto coincide con algunas estimaciones recientemente realizadas en medios tributarios, aunque lógicamente estos datos deben depurarse.
- En cuanto al volumen de trabajadores ocupados, el porcentaje de personas ocupadas como autónomos sin trabajadores y asalariados en empresas de menos de 50 trabajadores asciende a más de 7.000.000 de trabajadores; el de empleados en empresas de más de 50 trabajadores a una cifra ligeramente superior, aproximadamente de unos 7.500.000 empleados, aunque la VI Encuesta nacional sobre condiciones de trabajo13 refleja algo más de 8.000.000 de trabajadores en empresas de hasta 49 trabajadores y algo menos de 7.000.000 en las que superan esta cifra.
Se aprecia, pues, el importante volumen de empleo que representan las empresas pequeñas y las microempresas y los autónomos.
- Todo este conjunto de circunstancias hace, sin duda, que nuestra crisis tenga componentes específicos derivados del modelo productivo, del alto endeudamiento privado, de la caída del consumo y del marco de pequeña empresa y microempresa que domina en nuestro sistema.
4. ¿SON LABORALES LOS COMPONENTES ESPECÍFICOS DE LA CRISIS EN ESPAÑA?
Llegados aquí cabe cuestionase si, aunque la crisis en general no tuviese origen laboral, esos componente específicos, presentes en nuestra realidad, son laborales.
La respuesta es esencial para valorar las medidas de reforma laboral y anticipar alguna conclusión sobre su eficacia.
Creo que, de la simple lectura de los datos expuestos, se aprecia que ninguno de los componentes que pueden señalarse es directamente laboral y, por tanto, posiblemente ninguno puede abordarse con medidas laborales.
Las medidas laborales pueden ayudar muy indirectamente o, todo lo más, servir para corregir efectos a los que luego me referiré porque, aunque la crisis no tiene origen laboral ni puede resolverse con medidas de este tipo, no es menos cierto que laboralmente está repercutiendo y están padeciendo sus consecuencias, especialmente, los trabajadores temporales y de ciertos sectores en los que el desempleo ha crecido considerablemente.
En todo caso, habría que cuestionarse a quién van destinadas las medidas laborales, porque posiblemente las dirigidas a los autónomos y a las pequeñas empresas no deberían ser las mismas que las que se destinen a la mediana y gran empresa.
Incluso ese más de 80% de empleadores que ni siquiera alcanzan los 10 trabajadores, en mi opinión, están más preocupados por otras cuestiones no laborales, como: la restricción del consumo que afecta a su cartera de pedidos; la restricción del crédito, sobre todo para el circulante (lo que incrementa la crisis pues les obliga a reducir actividad); el volumen de impagados, la morosidad, pues no tienen capacidad económica para soportarlos, etc.
No creo que se detecte en ellos grandes preocupaciones por la contratación, el despido o por otras medidas laborales, a salvo de lo que luego diré14.
Además, el elenco de contratos es más que suficiente para ese tipo de empleador y el despido, si está justificado, es barato; en torno al 90% de empleadores, ya antes de la reforma, sólo pagaban 12 días por año en un contrato indefinido si el despido respondía a motivos empresariales (causas técnicas, organizativas, productivas o económicas), en cuyo caso, conforme el art. 33.8 ET, de la indemnización de 20 días de salario por año, legalmente prevista para estos casos (arts. 51.8 y 53.1.b) del ET), el Fondo de Garantía Salarial en las empresas de menos de 25 trabajadores abona directamente el 40%, medida que ahora se generaliza a todas las empresas, lo que no parece necesario ni acertado.
Otra cosa es que estos empleadores pequeños teman la inseguridad de algunas causas de despido y los costes de transacción (asesoramiento económico y jurídico) y opten, como ya expuse por un despido rápido y sencillo, a costa de que resulte más caro; posiblemente aquí podrían haberse adoptado ya hace tiempo algunas actuaciones, concretando ciertas causas de despido por razones empresariales, especialmente por lo que hace a ese segmento mayoritario de empleadores muy pequeños que pueden tener mayores dificultades de gestión y prueba en estas situaciones, por ejemplo identificándolas con las causas de cese que se han reconocido a efectos de la prestación por cese de actividad para los autónomos. No obstante, no es lógico tampoco que esta medida se generalice porque los problemas en la materia de estos pequeños y microempresarios no son similares a los de las medianas y grandes empresas; en este sentido, la solución de la reforma intentando concretar las causas de despido objetivo no es adecuada en cuanto trata por igual a todas las empresas y no parece que conceda suficiente claridad para quienes realmente podrían necesitarla, mientras que para otro segmento de empleadores es un inesperado regalo que posiblemente les haga más sencillo y flexible despedir, justo lo contrario de lo que sería necesario y de lo que aparentemente se pretende.
En general, pues, salvo algún aspecto muy concreto, la mayor parte de los empleadores no necesitan grandes medidas laborales y posiblemente para muchos con una clarificación de las causas de despido y, posiblemente, un eficaz funcionamiento de las cláusulas de descuelgue salarial, hubiese sido suficiente en materia laboral.
Es más, algunos de los argumentos que justifican la reforma laboral no son reales. Conviene detenerse siquiera brevemente en esa cuestión.
5. LOS ARGUMENTOS QUE SE HAN EXPUESTO DEFENDIENDO LA NECESIDAD DE UNA REFORMA LABORAL
Un análisis de los principales argumentos a favor de la reforma laboral, a los que ya hice alguna referencia, evidencia que los mismos no se sostienen; no porque no sean reales, aunque ciertamente en algunos casos creo que no lo son e intentaré demostrarlo, sino, sobre todo, porque no evidencian problemas que el ordenamiento laboral pudiera resolver, salvo que se produjese una regresión de derechos, especialmente una caída salarial tan intensa, que no parece lógica ni asumible, aunque de alguna manera es lo que ha empezado a plantearse claramente con algunos ataques al sistema de negociación colectiva y las propuestas de desvincular los salarios del IPC e incluso a producirse como se verá posteriormente.
En efecto, se señala, como uno de los argumentos esenciales para sostener la necesidad de una reforma laboral, que hemos perdido competitividad como consecuencia de que el trabajo en España es caro y la productividad ha bajado.
¿Son reales estos datos?
Conviene analizarlos desapasionadamente.
Tomando como base 100 la productividad del año 2000 y determinando la productividad por hora trabajada del año 2009 (último del que se disponen de los datos completos)15, la productividad media en UE27 era de 109,3; en UE15, era de 107,7; en España de 110.
No parece, pues, que exista una perdida real de productividad en términos medios, incluso la productividad ha crecido espectacularmente en el año 2009 en términos medios (en 2008 estábamos en 107,1, en 2009 en 110)
Dinamarca (paradigma de la flexiseguridad) estaría hoy en un índice de productividad de 102,4 – crecimiento inferior al nuestro -; Italia 98,3; Portugal 107,7; Alemania 108,3, etc.). Es decir, en el marco de la UE15 la comparación con muchos Estados revela que hemos ganado en productividad y lo mismo en la media de la UE27. No así, evidentemente con algunos otros Estados; en efecto, cuando contemplamos la Unión Europea en su actual dimensión, esto es, con la incorporación de los nuevos Estados centroeuropeos y bálticos, Polonía habría crecido hasta el 131,8, Chequia hasta el 137,5, Hungria hasta el 131,2, etc. Esto empieza a situar la dimensión del problema.
En cuanto al precio del trabajo16, en 2006 (último dato global comparativo) en UE27 el coste medio global era de 2.450,2 euros mes (en UE15 el año anterior ya era de 3.466,1 euros).
En España, en 2007 era de 2.283,8 euros (otras fuentes sitúan el coste en diciembre de 2009 en 2.649,13 euros), por debajo de la media UE y muy alejado de otros países de la UE15 con costes cercanos o superiores a los 4000 euros/mes, pero claro, muy por encima de la media de los nuevos miembros de la UE27 (Eslovaquia tenía en esas fechas un coste salarial medio de 842,3 euros; Hungría de 1104,3; Polonia de 983,2, etc.).
Los datos miden el coste del trabajo y por tanto incorporan todos los factores que influyen en el mismo, además cabe esperar una evolución al alza del coste en esos nuevos miembros de la UE, pero la conclusión en la actualidad es evidente, es más barato, bastante más, trabajar en los Estados que han ingresado en los últimos años en la Unión Europea; lógicamente muchas de las nuevas inversiones se dirigen hacia ellos y las empresas en las que es fácil la deslocalización y en las que el coste del trabajo es un factor importante en el precio final del producto, tienden a desinvertir para instalarse en esos nuevos marcos territoriales.
No obstante es cierto que en España el coste por hora creció un 2,5 (el salarial 2,7%) en pleno 2009, es decir por encima del IPC y en momentos de crisis, lo que ciertamente no parece lo más lógico. El coste laboral unitario ha crecido también más que en otros Estados y más que en la media europea. Tomando nuevamente como base 100 el año 2000, la previsión para 2010 era que estaríamos en el 129,9 – disminuyendo, pues en 2009 el dato real era que estábamos en el 131,4 -, pero la medida europea estaba por debajo; en UE27 116,1, en UE15, 115,7.
Sin duda en ello influye sobre todo el IPC, superior a la media europea y como se ha visto no parece que ello haya supuesto serios problemas de competitividad en muchos ámbitos visto el comportamiento de nuestra exportaciones en general y hacia Europa que se han evidenciado como altamente inelásticas17.
Se ha argumentado también que nuestra jornada laboral es muy corta frente a la realidad de otros Estados; pues bien, tampoco parece tan claro que trabajemos menos horas que el resto de europeos; por supuesto la comparación con otros marcos: asiático, centroamericano, africano, etc., es impensable.
En 2009, la media de la UE2718 es de 41,6 horas semanales; la media de la UE15, es de 41,6 y la media de España, 41,7, prácticamente igual en todos los casos.
También se afirma que nuestras cotizaciones a la Seguridad Social son caras.
Puede opinarse al respecto, pero desde luego no lo son tanto como parece. La media europea (UE 27)19 se sitúa en el 12.8% sobre PIB, mientras que en España llega al 12,4%, y además ese dato es inseparable de la fiscalidad global sobre PIB (incluidas cotizaciones), pues existen Estados en los que las prestaciones sociales se financian por vía fiscal.
Si establecemos esa media20, la europea se sitúa en el 39,9 del PIB, mientras que en España es sólo del 37,6, aunque es cierto que ha crecido desde el 33,6 en 199921.
Eso explica que nuestro gasto en protección social no sea elevado en comparación con Europa22.
Gastamos en el año 2008, el 22,2% de nuestro PIB; la media de la UE27 era el 25,3% y la media de la UE15 era el 26,0%. Pero claro, se repite el factor que ya he mencionado con anterioridad; estamos por debajo de las medias, con un gasto muy inferior al de Alemania (26,7%), Francia (29,3%), Italia (26,5%), incluso de Hungria (22,3%), etc., pero por encima de Eslovaquia (15,5%), Polonia (18,2%), República Checa (18,1%), etc.
Además en nuestro gasto social hay un componente importante de fondos destinados al desempleo que no pueden dirigirse a otras finalidades.
Si analizamos desapasionadamente esos datos y otros que podrían añadirse, nos daremos cuenta de que, si ha habido una cierta pérdida de competitividad, menor en todo caso de la que se afirma, esa pérdida vendría esencialmente de aspectos no derivados de la regulación laboral; fundamentalmente deriva de: una estructura productiva basada en la microempresa; un modelo productivo centrado en sectores de escaso valor añadido; un IPC que ha estado por encima de la media europea23 y, sobre todo, un proceso de ampliación de la UE a otros Estados con costes laborales menores.
No creo, pues, que para superar la crisis recuperando la competitividad el protagonismo lo tengan las medidas estrictamente laborales, salvo que se quiera directamente y como ya avancé reducir nuestro coste salarial para rebajar el diferencial que tenemos con los nuevos estados miembros de la UE, algo que ciertas opiniones ya han mantenido y que obviamente es defendible pero entonces, claro, lo que se plantea es una reforma laboral en clave de seria regresión de los derechos laborales y de incremento del beneficio empresarial, es decir, se cuestiona el reparto de rentas en la sociedad. No es que sea indefendible, pero es una alternativa de regresión social que no comparto y que, vistas las cifras, habría que planter el nivel de reducción salarial que seriamente puede pretenderse sin alterar las bases de nuestra convivencia social, porque con los márgenes existentes para ello no creo que pudiéramos conseguir una reducción muy amplia que, además, conduciría a una evidente situación de injusticia social, haciendo recaer consecuencias muy negativas sobre quienes ni han provocado la crisis, ni se han beneficiado de ella (trabajadores públicos y privados, pensionistas).
No obstante lo anterior, debe apuntarse que esa regresión se ha iniciado.
En efecto, ya dije que los costes laborales unitarios han bajado, de hecho todo el año 2010 se han movido a la baja y ésta se ha ido incrementando a lo largo del año (un - 0,9, en el primer trimestre del 2010, la misma cifra en el segundo, pero un -1,9 en el tercer trimestre y un -2,3% en el cuarto y salarialmente eso producía una reducción de al menos y en promedio el 0,4%, pese a que la productividad se incrementaba al menos un 2%. Las consecuencias son evidentes en términos de reparto de rentas; las rentas del trabajo disminuían en porcentaje sobre el PIB un 1,1% en el 2010 – caían hasta ser el 47,89%; por el contrario el excedente empresarial se situaba en un 1,5% más de antes del inicio de la crisis, y se situaba en el 43,43%; los impuestos netos alcanzaban el 8,67%, habiendo crecido considerablemente en el año 2010 – subida del IVA, supresión de deducciones, etc.-24. Por cierto, si los salarios se hubiesen vinculado al incremento de la productividad ¿se hubiese entendido razonable por quienes defienden esta medida que en conjunto se incrementasen el 2%, en lugar de disminuir en promedio el 0,4%? O es que la vinculación sólo ha de jugar para limitar los incrementos, esto es, en perjuicio de los trabajadores.
6. LAS MEDIDAS LABORALES RAZONABLES Y SU COMPARACIÓN CON LA ACTUACIÓN REFORMADORA.
Llegados a este extremo cabe plantearse si se podía mantener el ordenamiento laboral sin cambios.
Pues bien, aunque no sean las medidas esenciales y, desde luego, aunque se debe cuestionar que la reforma laboral sea una respuesta necesaria a la crisis que padecemos, ciertamente no creo que pueda prescindirse de medidas laborales, porque a lo dicho hay que unir otras realidades que evidencian que, con crisis o sin ella, nuestra regulación laboral tiene algún problema y que, precisamente, esos problemas pueden haber contribuido a la destrucción excesiva de empleo y haberse agravado por el impacto laboral de la crisis al que ya me referí.
Cabe repasar, pues, algunos factores sobre los que el ordenamiento laboral sí que podría incidir.
El primero, que ya mencioné, es que en un contexto de fuerte destrucción de empleo y crisis económica, los costes salariales en algún momento crecieron por encima del IPC, lo que no parece lo más lógico, aunque ciertamente este efecto parece haberse moderado e incluso invertido en los últimos meses.
Por otro lado, existe una real dualización, segmentación, del mercado laboral, que aunque no se produce solamente entre fijos y temporales, porque inciden otros elementos (sexo, edad, nacionalidad, etc.), presenta un aspecto esencial en cuanto a la diferenciación en orden a la estabilidad de la relación laboral.
Los datos de finales del 2009 de la EPA25 revelan que existían:
15.492.600 asalariados, de los que 11.606.400 tenían contratos indefinidos y 3.886.200 eran temporales.
La tasa de temporalidad alcanzaba en esa fecha el 25,08%, muy alta aunque había decrecido desde el 34% que llegó a representar en 2006.
La elevada tasa de temporalidad no es razonable pues fomenta la desvinculación con la empresa, hace que no se invierta en formación de trabajadores cuya estabilidad en la empresa es incierta o inexistente porque se sabe que su estancia, su permanencia en la misma, va a ser corta.
De este modo se crean trabajadores precarios, se recarga el coste de la protección social, se dificulta la actuación sindical – no ya la reivindicativa, sino la más directa de interlocución y gestión –, y se producen efectos discriminatorios porque la temporalidad parece recaer más sobre jóvenes, mujeres e inmigrantes (por ejemplo según los datos que se acaban de citar el porcentaje de temporalidad es más alto entre las mujeres, alcanzando el 27,9 en 2009).
Pero es que, además, hay una amplia rotación de trabajadores temporales26.
En 2008 se hicieron más de 14.600.000 de contratos de duración temporal y en 2009 – en plena crisis – unos 12.700.000 (media de 4 contratos por trabajador temporal)27.
Estos datos hacen que, como se ha expuesto, no parezca discutible que en España los supuestos de contratación temporal se utilizan más allá de lo que está legalmente permitido28.
Por otro lado, el acceso de los jóvenes al mercado no está resultando fácil y existen amplios fenómenos de sobrecualificación en relación con el trabajo desempeñado.
Existe, también, un excesivo recurso a la subcontratación, un abuso de las medidas de descentralización productiva, lo que en su momento motivó regulaciones restrictivas en el sector de la construcción.
Todo ello provoca que en momentos de crisis, como el presente, los empleadores privilegien el ajuste mediante reducciones de plantilla, antes que otras medidas de defensa del empleo.
En efecto, con una estructura de contratación como la que se ha descrito, resulta muy fácil reducir el número de empleados eliminando contratos temporales y contratas y subcontratas, todo ello con un coste muy pequeño o inexistente. La caída en el porcentaje de empleo temporal sobre el total evidencia que esta ha sido la principal vía de ajuste y adaptación a la crisis que han utilizado los empleadores.
En consecuencia, se acude menos a otras medidas más conservadoras del empleo como la reducción de jornada o el descuelgue salarial que, en general, se valoran como más rígidas y difíciles.
Los datos demuestran que el mayor número de ceses se han producido por estas vías y de ahí la caída de la tasa de temporalidad; frente a ellas, sólo se han acogido 429.000 trabajadores en 2009 (de 486.000 del total afectados por expedientes de regulación de empleo) a expedientes “conservadores del empleo”, aunque la mayor parte a medidas de suspensión del trabajo (409.000) y no a reducciones de jornada.
En general, podría concluirse que en momentos de crisis y de un volumen de desempleo como el que tiene España, hay que potenciar aquellas vías que privilegian los mecanismos de adaptación y conservación del empleo frente a los mecanismos extintivos; hay que incrementar la flexibilidad interna para reducir la flexibilidad de salida.
Pero claro, este objetivo es utópico cuando el empleador tiene vías mucho más fáciles de ajuste mediante la reducción directa de plantilla.
La amplia flexibilidad de entrada – que permite un uso y abuso excesivo de la contratación temporal – y la permisividad en la utilización de la subcontratación, incluso para sustituir abiertamente empleo estable de las empresas, son los mayores enemigos del uso de las medidas de adaptación, de flexibilidad interna, de reparto del trabajo como medio más razonable de afrontar las bajadas de actividad productiva.
Hay que empezar a considerar, pues, que sin actuaciones que penalicen, dificulten e incluso restrinjan abiertamente el recurso a la contratación temporal y a la subcontratación de obras y servicios, las crisis productivas y de actividad seguirán solventándose en nuestro sistema mediante ajustes directos de plantilla, esencialmente mediante el cese de contratos temporales, la eliminación de subcontratas e incluso el despido con reconocimiento directo de la improcedencia de trabajadores de poca antigüedad y que por lo tanto, una vez eliminados los salarios de tramitación, reciben indemnizaciones de cuantía escasa por lo que su despido es, en términos absolutos, “barato”, lo que explica también el abundante recurso a esta fórmula permitida por el art. 56.2 ET para ajustar las plantillas en detrimento de las medidas de restructuración mediante los despidos económicos colectivos o individuales (arts. 51 y 52 y 53 ET)29.
Sorprende en este sentido que dicha vía no sólo no se dificulte en la reforma aprobada sino que se generalice.
Es más, una actuación que penalice el recurso excesivo a la contratación temporal se hace cada vez más necesaria si se aprecia que ese exceso de temporalidad conlleva efectos precarizadores en otras muchas condiciones de trabajo, por no citar la situación de seguridad y salud laboral.
Ciertamente los efectos de un mercado de trabajo dualizado son más acusados de lo que pudiera pensarse. Por ejemplo, en la encuesta de estructura salarial, conforme a los datos de 2006 (publicados en noviembre de 200830) la ganancia media de un trabajador fijo era de 21.690 euros; la de un trabajador temporal era solamente de 14.624 euros.
Puede verse, así, que la contratación temporal se utiliza como vía de precarización y para reducir el diferencial salarial que tenemos frente a otros Estados, al que ya me referí, especialmente en determinadas actividades.
Esa vía es socialmente injusta y discriminatoria porque, al recaer sobre los trabajadores temporales, afecta en mayor medida a mujeres, a jóvenes y a inmigrantes, contribuyendo a incrementar la segmentación de los trabajadores.
Era urgente, pues, actuar sobre la contratación temporal para reducir esa dualización y fomentar un empleo más estable, un empleo que potencie una mayor vinculación a la empresa, mejore la formación de los trabajadores y, en su caso, permita diluir los efectos de posibles ajustes entre todos los empleados, no haciéndolos recaer especialmente sobre los trabajadores temporales o, en su caso, sobre los que prestan servicios para empresas contratistas y subcontratistas.
Claro es que esto, la reducción de la dualización, no puede hacerse a costa de precarizar a todos los trabajadores, ni tampoco a costa de reducir la protección a extremos que harían irreconocible el ordenamiento laboral, al menos, en su dimensión tuitiva.
La reforma de la contratación laboral aparece así como imprescindible para evitar la segmentación laboral y social y para favorecer ajustes más razonables frente a la crisis; sin impedir el exceso en el recurso a la contratación temporal, no se evitará lo anterior ni se reorientará a los empleadores hacia las medidas de ajuste conservacionista.
Todo ello debería en su caso formar parte de un conjunto de medidas que tendiesen a fomentar las soluciones de ajuste defensivo conservador, por ejemplo mediante el reparto del trabajo a través de la reducción de jornada (modelo alemán) disminuyendo su coste para el empleador, y mediante la potenciación de la flexibilidad interna, incluyendo, en su caso, el descuelgue salarial que ciertamente es muy rígido en muchos convenios, además de que debería abrirse camino el descuelgue parcial, frente a la flexibilidad excesiva en la entrada y salida en el trabajo. Ciertamente en estas materias se ha actuado en la reforma laboral, en algunos casos con medidas que pueden ser acertadas pero que pierden sentido al no integrarse en un conjunto equilibrado en el sentido expuesto, lo que hace, por otro lado, que la reforma se presente como sesgada y perjudicial en su conjunto para los trabajadores.
También habría que analizar problemas reales como el absentismo o la productividad, pero dimensionándolos correctamente.
Incluso debe tenerse en cuenta que el incremento de la productividad, que en muchos casos es calidad (casi siempre debería serlo en la mayor parte del sector servicios), sin unas personas formadas y vinculadas a la empresa es impensable.
En otro orden de cosas en muchos aspectos las posibles rigideces denunciadas y que pueden ser reales en algún caso, no vienen de las normas laborales, que desde 1994 se han flexibilizado bastante, sino, en su caso, de las prácticas de la negociación colectiva.
Baste ver un ejemplo relativo a los salarios, cuya supuesta rigidez tanto se ha cuestionado por quienes defendían la necesidad de la reforma laboral y ahora se sigue cuestionando.
La encuesta de estructura salarial de 2006, a la que ya aludí, señala que el salario bruto mensual se compone de un 62,4 %de salario base en los hombres y un 68,6% en las mujeres; un 0,8 y un 0,3% respectivamente corresponde a pagos por horas extraordinarias; finalmente, un 31,6% y un 25,6% respectivamente corresponde a complementos salariales.
Un porcentaje de complementos de entre un cuarto y un tercio del salario completo no parece mal porcentaje en términos globales.
La ley permite determinar en los convenios los complementos que deben existir y vincularlos en consecuencia a la productividad, la calidad y la situación y resultados de la empresa; además, la ley remite a los convenios y en su caso a los acuerdos entre las partes determinar el carácter consolidable o no de estos complementos.
No parece que esta regulación legal y ese resultado global sean rígidos ni parece que impidan vincular salarios y productividad en términos razonables e incluso manteniendo referenciados al IPC los salarios base, lo que parece una opción bastante sensata. Habrá que cuestionarse, pues, si en la negociación colectiva pesan demasiado los complementos personales y consolidables, pero ese será un problema específico de cada convenio, de cada sector, de cada empresa.
La solución lógica parece ser, pues, analizar en cada proceso de negociación los elementos de excesiva rigidez que puedan existir en la determinación de los complementos salariales; en todo caso cualquier rectificación que los anude a la situación de la empresa debe hacerse bidireccionalmente; esto es, no sólo ajustar los complementos en momentos de crisis, sino también en los momentos de crecimiento de los resultados empresariales o de ganancia de productividad tal como ya anticipé que, por ejemplo, se ha producido en 2010.
Por otro lado, es cierto también que la rigidez salarial puede contemplarse desde la situación de las empresas en crisis; en efecto, puede no ser racional que en momentos de crisis y con subida del IPC por debajo del 1%, el coste salarial creciese en algún momento el doble. Es cierto que la tendencia ha cambiado en los últimos meses. Posiblemente la herencia de cláusulas salariales en convenios plurianuales, en la que estaría la razón de aquél comportamiento, plantee problemas y puede no ser racional la regulación del descuelgue salarial por rígida, pero, como dije, también los salarios han sido muy rígidos en épocas de bonanza creciendo menos que los beneficios empresariales; a su vez, el régimen del descuelgue tampoco tenía una rigidez impuesta por la regulación legal, que más bien remitía a las partes negociadoras con casi total libertad la determinación de las condiciones del mismo.
Si se quiere una mayor variabilidad salarial ésta habrá de jugar en los dos sentidos y deberá analizarse en cada convenio en concreto, pues las rigideces, si es que existen, no parecen venir de la norma legal.
Esto mismo cabe extenderlo, en general, a casi todas las medidas de flexibilidad interna y de descuelgue del convenio. En relación con ellas, cualquier medida que se establezca debería negociarse colectivamente para impedir que lleve a una individualización de las relaciones laborales, especialmente en aspectos tan esenciales del régimen de la relación laboral, lo que podría conducir a la directa imposición de condiciones por parte del empleador y al consiguiente reforzamiento de sus poderes más allá de toda lógica, cuestionando seriamente la protección de los derechos de los trabajadores, algo que la reforma laboral aprobada ha potenciado, al permitir que los descuelgues del convenio se negocien por comisiones elegidas directamente por y de entre los trabajadores, lo que, además de plantear problemas de constitucionalidad al afectar a la eficacia vinculante de los convenios colectivos, incrementa las posibilidades de “dumping social” en cada empresa y de presiones de los empleadores sobre los trabajadores, incluso sobre los portavoces elegidos, a los que no se les equipara en protección a los representantes legales de los trabajadores, para que acepten las medidas que interesen al empleador, lo que se agrava más al presumirse legalmente, si existe acuerdo, que concurre causa legal para la citada modificación de descuelgue, bien del salario, bien de las otras condiciones del convenio sectorial en que se admite (distribución de jornada, horario, turnos, sistemas de retribución, trabajo y rendimiento y ciertas reglas sobre movilidad funcional) o de todas en el convenio de empresa .
Frente a la intervención legal que se ha producido y que, por general, puede ser excesiva en algunos ámbitos e inadecuada en otros, hubiese sido más lógico potenciar la negociación colectiva y analizar en cada convenio aquellos elementos o medidas que podrían introducirse al efecto de compatibilizar una gestión laboral flexible con un grado de protección suficiente para los trabajadores.
Ahora bien, pensar que el incremento de las posibilidades de gestión flexible solucionará por si sólo los problemas laborales es irreal; la experiencia pasada lo demuestra. Esa posibilidad de gestión más flexible cobrará sentido en orden a mejorar la calidad del empleo si se actúa simultáneamente, y en este caso las soluciones han de venir de la norma estatal, sobre el exceso en la contratación temporal y en la descentralización y externalización productiva.
Si se evita ese recurso abusivo a la contratación temporal y a la externalización, muchos empleadores volverán la vista hacia los elementos de flexibilidad que existen en la ley y en muchos convenios que recogen instrumentos de gestión flexible (por ejemplo reglas sobre bolsas de horas y distribución flexible de la jornada), o llevarán a las mesas de negociación sus planteamientos en la materia, hoy bastante olvidados porque sustituyen esa flexibilidad interna por la de entrada y salida, ajustando sus oscilaciones productivas mediante variaciones rápidas en el volumen de empleo y no a efectos de repartir el restante, sino a efectos de reducir el número de trabajadores.
En resumen, el marco de reformas razonable era, en mi opinión, el que se debería haber concretado en realizarlas para reducir la contratación temporal y la subcontratación directa e indirecta (con especial atención a la limitación de las empresas multiservicios), para fomentar medidas laborales defensivas ante la crisis (reducción de jornada), para replantear el empleo de los jóvenes y las subvenciones a la contratación y, simultáneamente, para prestar mayor atención a la negociación colectiva, permitiendo mejorar su estructura y articulación para que sea un instrumento eficaz para introducir y gestionar la flexibilidad que pueda ser razonable en cada ámbito, en cada sector.
Es cierto que, sin un cambio del modelo productivo, será difícil evitar efectos acordeón en el empleo y fomentar el crecimiento de un empleo de mayor calidad en un marco de empresas más dinámicas y flexibles, pero ese conjunto de medidas podrían tener un cierto efecto para evitar mayor destrucción de empleo y, sobre todo, para contribuir a que en crisis futuras los ajustes en la producción, en la actividad empresarial, se realicen de un modo distinto, evitándose una destrucción masiva de empleo como la que se ha producido en esta crisis.
7. UNA PRIMERA VALORACIÓN GENERAL SOBRE LAS MEDIDAS ADOPTADAS Y UNAS PREVISIONES DE FUTURO
Pues bien, la conclusión lógica tras este análisis general, no puede ser otra que señalar que la reforma laboral introducida no camina en la dirección que he defendido y presenta algunas paradojas. Además, aunque siempre es difícil prever el futuro, me atreveré a avanzar algunas evoluciones probables.
7.1. Las paradojas: fracaso del diálogo social, medidas estructurales y diferidas.
La reforma que se ha hecho presenta algunos aspectos paradójicos. En mi opinión pueden resaltarse los siguientes;
1º) El fracaso del diálogo social.
El primero de ellos es que la reforma legal llega tras el fracaso de un proceso de diálogo social que, realmente, estaba abocado a ese final desde su principio.
Puede decirse que no ha sido inusual que las reformas legales llegasen tras el fracaso del diálogo social y es cierto, pero pocas veces era tan evidente que ese proceso de negociación no podía dar resultados, no iba a darlos.
En ello influían muchos factores, pero esencialmente había tres que no se dieron en otras ocasiones; el primero, la absoluta discrepancia de los negociadoras en torno a las causas de la crisis y, en consecuencia, de las medidas que debían adoptarse, discrepancia mucho más intensa que en otras ocasiones.
El segundo, la falta de liderazgo en la CEOE por la situación de su presidente que influyó en una real paralización en la adopción de decisiones y que se convirtió en un serio freno para cualquier proceso de negociación.
El tercero, la propia obstaculización del Gobierno al diálogo social, con su permanente amenaza de que regularía en caso de fracaso del diálogo pero sobre todo, pues eso tampoco sería una absoluta novedad, sus gestos, documentos y declaraciones que indicaban que lo haría aproximándose a las propuestas que llegaban desde ámbitos externos y que podían estar más cercanas a los deseos empresariales que a las posiciones sindicales. Con esa actitud se desincentivaba la negociación; desde los sectores empresariales podía pensarse en la inutilidad de hacer concesiones en un proceso negociador si su fracaso conduciría a una regulación legal favorable a sus posiciones; desde el punto de vista sindical, el avance del proceso negociador y la aceptación en él de ciertas reformas se veía como la determinación de una base mínima que se daría por aceptada y que, ante el fracaso, motivaría que se partiese de ella para endurecer las medidas lo que llevaba a aceptar lo menos posible o nada.
No deja de ser paradójico que se mantuviese así este diálogo en el que nadie confiaba y que el Gobierno, además, fuese receptivo a las propuestas de organismos suparanacionales que ni habían sabido prever la crisis, ni la habían sabido gestionar, ni eran objetivos en sus planteamientos, claramente ideologizados e influenciados por posiciones políticas concretas31.
Fracasado el diálogo el Gobierno reguló y su regulación ha producido, como ya dije honda insatisfacción. Para unos es insuficiente, sin que se sepa muy bien por qué, posiblemente porque no coincide totalmente con las propuestas más duras que algunos pensaron que adoptaría el Gobierno a la vista de sus gestos; para otros es equivocada, ya en el plano técnico, ya en la dirección adoptada y de ahí el intento de los medios sindicales de revertir esta reforma con la iniciativa legislativa popular que promueven.
En otras ocasiones, las reformas fueron consensuadas o, al menos, aceptadas por una de las dos partes que habían participado en el diálogo social (por ejemplo reformas sobre el trabajo a tiempo parcial), o, incluso, las no consensuadas dejaron satisfecha al menos parcialmente a una de las partes negociadoras. En este caso parece que no ha sido así.
2º) La existencia de medidas estructurales
La segunda de las paradojas que pueden detectarse es que la reforma, pese a que podría enmarcarse en las de tipo coyuntural, de respuesta a una situación de crisis, se plasma en el plano normativo en muchas medidas y de ellas algunas pueden tener, ciertamente, un carácter coyuntural, pero otras muchas no sólo afectan al núcleo duro del ordenamiento laboral, sino que tienen una vocación de permanencia evidente pretendiendo, precisamente introducir cambios en dicho ordenamiento que desplegarán sus efectos a largo plazo, sin que sean medidas reversibles una vez superada la crisis32.
Incluso podría pensarse que algunas medidas están pensadas para desplegar sus efectos ante la salida de la crisis o ante crisis futuras.
Así las medidas sobre regulación de determinados contratos – no sobre otros aspectos -, despido y flexibilidad tienen, en general ese carácter, como también lo tienen la legalización de las agencias privadas de colocación, las reglas sobre empresas de trabajo temporal, etc.
Esto, en mi opinión, cuestiona aún más la razonabilidad de regular esas materias con urgencia y en el marco general de la crisis, pareciendo más un mensaje hacia el exterior, para atender las presiones sobre modificaciones en nuestro régimen de relaciones laborales, que una respuesta a los posibles desajustes reales del mismo. Dicho esto y de ser así, no se privaría de razones a las reformas, pero éstas se encontrarían más en el ámbito externo al mercado de trabajo que en su propia configuración y ordenación. Las razones serían de tipo económico y financiero vinculadas a la recuperación de la confianza en la economía española. A partir de ahí puede cuestionarse si era el camino correcto para ello, si se ha conseguido, si el precio era excesivamente elevado, etc., pero desde luego las justificaciones no se podrían buscar en el plano estrictamente laboral.
Por otro lado, no deja de ser sorprendente que medidas que nacieron como coyunturales, como el contrato para el fomento de la contratación indefinida se conviertan prácticamente en permanentes, aunque posiblemente lo estructural más que la pervivencia del propio contrato sea la dirección que marca hacia la reducción, al menos en algunos supuestos, de la indemnización por despido improcedente.
3º) El desajuste entre objetivos de la reforma y medidas.
Posiblemente enlazando con lo anterior, aparece otra paradoja. El evidente desajuste entre alguno de los objetivos declarados por la ley reformadora y su contenido.
En efecto, si se atiende al preámbulo de la Ley 35/2010, se nos señala que el objetivo fundamental de la norma es contribuir a la reducción del desempleo e incrementar la productividad de las empresas españolas.
Llama la atención que se alude a este elemento de la productividad cuando las cifras evidencian lo contrario, otra cosa es que se aludiese a competitividad pero ello debería abordarse desde otras perspectivas: formación, innovación, reducción del alza del IPC, etc.
Bien, establecidos esos objetivos, la norma apunta en tres direcciones para ello: reducir la dualidad de nuestro mercado de trabajo impulsando la creación de empleo estable y de calidad; reforzar los instrumentos de flexibilidad interna y en especial la reducción de jornada; y, finalmente, mejorar las posibilidades de empleo, con particular atención a los jóvenes, haciendo más atractivos los contratos formativos, reordenando las bonificaciones y mejorando los mecanismos de intermediación laboral.
Si esos son los grandes objetivos, no se entiende la importancia dada a las medidas en torno al despido, pese a las consideraciones que también hace el preámbulo al respecto y sobre todo no se van las “grandes actuaciones” en materia de contratación que van a reorientar hacia un empleo estable y de calidad, pero, sobre todo, no se aprecia la manera de que este crezca si no cambia el modelo productivo y claro, ese es un aspecto no laboral, totalmente al margen de la ley reformadora.
Los dos grandes objetivos de la norma: lucha contra el desempleo e incremento de la productividad – entendida en términos de competitividad que es lo único que hace lógica esa mención -, quedan al margen de las medidas adoptadas.
El crecimiento del empleo va a depender del ciclo económico y este no se va a ver sustancialmente influido por cambios en la regulación del mercado de trabajo como los que se han producido, tal como ya razoné.
La competitividad, como también he dicho, no depende tampoco sustancialmente de aspectos laborales, salvo que se produjese una regresión salarial muy notable.
Me parece, pues, que los objetivos son otros y por eso las medidas son las que son; se trata sustancialmente de lanzar un mensaje hacia el exterior y de reforzar los poderes empresariales e introducir ciertos elementos de privatización y desregulación, en la línea de las ideologías imperantes.
Es cierto que con menor intensidad de que la se exigía desde algunos ámbitos, por eso la reforma les parece insuficiente, pero no por ello menos lesivos para los derechos de los trabajadores, sin que se aprecia muy bien, insisto, en el plano estrictamente laboral y al margen de esas otras explicaciones extralaborales, a cambio de qué, para qué y con qué utilidad, algo a lo que también me referiré luego.
4º) La existencia de medidas diferidas en su aplicación: el abuso del real Decreto-Ley.
Otra paradoja de la actuación normativa es que en una norma que se pretende urgente, deriva de un Decreto-Ley, se introduzcan medidas de aplicación muy diferida en el tiempo33, no ya sujetas al desarrollo reglamentario en bastantes casos, sino en algunos meramente programáticas que habrá que ver si se cumplen o no y que en general requieren de nuevos proyectos de ley o responden a procesos de negociación social en marcha cuyo final se desconoce (reforma del proceso laboral, reforma de la negociación colectiva, fondo de capitalización del despido, etc.)
Incluso en otros casos es la propia norma reformadora la que difiere la entrada en vigor de las medidas que establece, para lo que se utilizan generalmente dos técnicas: una, declarando que las medidas solamente son aplicables a las contrataciones efectuadas con posterioridad a su entrada en vigor – normalmente desde la entrada en vigor del Real Decreto-Ley que le precedió - (por ejemplo, reglas en materia de contratación: disposiciones transitorias primera y segunda, o el abono de parte de la indemnización por el FOGASA, disposición transitoria tercera, etc.); otra, fijando directamente fechas concretas de efectos para la aplicación de las medidas adoptadas, bien estableciendo periodos transitorios muy prolongados, como es el caso de la nueva indemnización por finalización de los contratos temporales, que conforme a la nueva Disposición transitoria 13ª del ET, que introduce la Ley 35/2010, se irá aplicando progresivamente a los contratos celebrados a partir del 1 de enero de 2012 (año y medio después de una norma aprobada como urgente), bien estableciendo un período de demora para que puedan negociarse medidas alternativas, como en la determinación de los trabajos peligrosos en los que se limitará la actuación de las empresas de trabajo temporal, dando a la negociación colectiva un plazo que finaliza el 31 de marzo de 2011, conforme a la Disposición adicional segunda de la Ley 14/1994, de 1 de junio, en la nueva redacción que le da la Ley 35/2010).
No puedo dejar de señalar, aunque ya sea anecdótico al haber sustituido la Ley 35/2010 al Real Decreto-Ley 10/2010, que la presencia de estas medidas de eficacia diferida o de carácter programático cuestiona, una vez más, la técnica del recurso al Real Decreto-Ley, institución que debe quedar limitada a reformas urgentes, sin que se aprecie la urgencia de medidas cuya aplicación en el tiempo va a demorarse tanto o que incluso no es seguro que llegue a producirse.
Por otro lado la presencia de esas medidas reafirma la idea que ya expuse de que en buena parte, las medidas adoptadas están pensadas para desplegar sus efectos cuando se retome la normalidad, o al menos una cierta normalidad de la situación económica sin que sean una auténtica respuesta a la situación de crisis34.
7.2. La valoración de las medidas.
Como dije la reforma emprendida no creo que camine en la dirección adecuada.
No lo hace porque mantiene el denominado despido “exprés” y facilita en general la extinción contractual por iniciativa del empleador, abaratándola y extendiendo el contrato de fomento de la contratación indefinida, que prácticamente se generaliza y que en ciertos despidos reduce la indemnización a 33 días de salario por año.
Además, se abaratan también bastantes despidos mediante la socialización de parte de la indemnización, 8 días por año, que ya no será abonada por el empleador.
El despido aparece así como más sencillo y barato; en consecuencia, es muy posible que la mayor parte de empleadores sigan utilizando esa vía antes que las de ajuste defensivo.
Por otro lado, los efectos de una reducción del control judicial y una auténtica descausalización del despido, pues la causa se relativiza mucho en la medida que se sigue admitiendo que puede directamente reconocerse la improcedencia, son muy negativos, sin olvidar que se reducen los supuestos de nulidad de las extinciones por causas objetivas, eliminando la nulidad por razones formales, regalo inesperado, sin duda, para los empleadores.
Se camina, pues, en la dirección de facilitar y abaratar el despido.
Por el contrario, no se actúa con la misma intensidad contra la contratación temporal, no solamente porque se eliminan limitaciones y restricciones al uso de las empresas de trabajo temporal y se legalizan las agencias privadas de colocación, sino, sobre todo, porque no se insiste en recuperar la causalidad de la contratación temporal.
Así, no se desvincula el contrato de obra de las contratas y subcontratas, algo que hubiese sido absolutamente necesario y no se incide sobre el encadenamiento de trabajadores en un mismo puesto de trabajo, algo que sigue remitido a lo que pueda pactarse cuando es evidente que nada se ha avanzado al respecto y que ahí está la causa de la exagerada rotación de contratos. En este sentido, parecen muy insuficientes unas medidas que meramente retocan el encadenamiento de contratos con un mismo trabajador, que no es el problema esencial, o incrementan ligeramente y a muy largo plazo la indemnización de los contratos temporales, medidas acertadas pero de muy escaso calado.
En cuanto a la limitación temporal del contrato de obra o servicio que se ha introducido es poco lógica desde el plano conceptual. Si este contrato tiene causa de temporalidad, la limitación temporal (además a tres años, ampliables, lo que parece un plazo muy prolongado) es ilógica, pues la duración la determinará la propia causa y ello nunca se ha entendido como precarizador; por el contrario, si no la tiene, no debería admitirse y ese es el caso de su vinculación a la contrata, introducida por la jurisprudencia en una dirección absolutamente desacertada y, aquí sí, precarizadora.
En todo caso es una medida que, ciertamente, puede contribuir a una mayor estabilidad, pues es indiscutible que llegado un cierto tiempo un contratado por obra pasa a ser un trabajador fijo, aunque la aplicación de la medida puede ser problemática porque esto se establece para los contratos nuevos, los que se realizan a partir de la entrada en vigor de la Ley 35/2010. Puede ocurrir que los trabajadores de mayor antigüedad sean los contratados con anterioridad y para ellos no se prevé la adquisición de la fijeza. No deja de ser absurdo que se convierta en fijo un trabajador de menor antigüedad que otro de much mayor antigüedad, sujetos ambos al mismo contrato; sin duda, la aplicación de esta norma o se generaliza o dará lugar a numerosos conflictos.
La actuación sobre la flexibilidad interna es menor, sin duda porque el marco natural para ella es la negociación colectiva, pero incluso en este sentido lo que se ha hecho es muy negativo en algunos casos, pues abre una peligrosa posibilidad de individualización de las relaciones laborales, permitiendo cuando no existan representantes unitarios negociar pluralmente y por los propios afectados y en cada centro de trabajo sobre los descuelgues de los convenios. ¿Es constitucional esa medida? ¿Dónde queda la eficacia vinculante de los convenios que la Constitución ordena a la ley garantizar?
Otras medidas son más acertadas, por ejemplo las adoptadas en materia de reducción de jornada o incluso la idea de que el descuelgue salarial tenga un papel relevante, lo que es correcto, pues es la medida de ajuste más razonable en situaciones de crisis, en cuanto que mantiene el empleo. Otra cosa es que la regulación haya sido más o menos afortunada. También es razonable la apuesta por los sistemas de solución extrajudicial, aunque su aplicación práctica va a depender de la actuación de las organizaciones sindicales y empresariales más representativas que me parece que es poco receptiva a la introducción de elementos de obligatoriedad, lo que podría salvarse mediante el respeto al derecho de huelga y una generalización de los compromisos al respecto, no sólo en los temas en los que los trabajadores tienen una cierta capacidad de bloqueo, sino también en otros atribuidos a la decisión del empleador, porque en caso contrario la medida aparece como sesgada en perjuicio de los trabajadores, como undireccional y, por tanto, difícil de aceptar por las organizaciones sindicales.
Pero, sobre todo, me parece erróneo el conjunto, pues con tanta flexibilidad en la contratación, la externalización de actividades y el despido, creo que los ajustes se seguirán produciendo mediante la reducción de plantillas y no a través del reparto y reorganización del trabajo, no mediante la flexibilidad interna.
Frente a todos esos problemas, otras medidas que pueden ir en la dirección acertada, aunque generalmente con poca nitidez y valentía y con algunas dudas en cuanto a su aplicación concreta (reducción de jornada, contratación de jóvenes, replanteamiento de las bonificaciones en la contratación), quedan muy en segundo plano.
La reforma es así criticable, no sólo por algunas cosas que regula, sino también por otras que omite y aunque, lógicamente, una reforma de ese calado resulta de valoración compleja y contiene aspectos positivo, neutros y negativos – algunos de gran importancia -, en mi opinión es una reforma que pudiera resultar:
- Ineficaz, en cuanto no aborda los problemas reales de las relaciones laborales y tampoco responde a la necesidades de la mayor parte de nuestros empresarios.
- Contraproducente pues en la medida que insiste en la vía de regresión de los derechos laborales puede dificultar la recuperación del consumo interno por dos razones: la disminución de las rentas disponibles por la mayor parte de la población y la restricción del gasto provocada por el temor a una mayor inestabilidad laboral.
- Injusta socialmente, en cuanto hace recaer los efectos de la crisis sobre quienes no la han provocado ni se han beneficiado de ella (trabajadores privados y públicos, pensionistas).
7.3. Las previsiones de futuro.
No quiero finalizar sin referirme muy brevemente a lo que ya está pasando tras la aplicación de la Ley 35/2010 y a lo que puede seguir pasando.
Pudiera pensarse que es algo prematuro hacer esta valoración, pero desde mi posición cabe ya análisis al respecto.
Ya señalé que se había frenado bastante la destrucción de empleo, la caída del consumo privado y en general la caída del PIB, a lo largo de 2010, sin relación, pues, con las medidas de reforma laboral, lo que evidencia que la crisis depende del ciclo económico y no del marco laboral.
Subsisten problemas, ciertamente, como la caída del consumo público por los problemas de financiación – que incluso puede estar contenida ante la proximidad de unos procesos electorales y agudizarse tras la realización de los mismos –, o los problemas del sector de construcción que aunque presente un repunte está muy lejos de normalizarse, pero parece que es cierto que lo peor de la crisis ha pasado aunque la recuperación será lenta.
En el plano laboral, se puede hacer una valoración porque las medidas esenciales insisten en líneas precedentes (reducción del coste del despido para el empleador, ligero endurecimiento de la contratación temporal, incremento de la flexibilidad interna, etc.).
Son medidas que desde las reformas de 1994 y 1997 vienen ya aplicándose y por tanto el medio plazo – incluso el largo plazo en términos laborales – permite analizar lo que se ha producido tras la reforma para analizar si se mantienen las tendencias o si se ha producido alguna inversión en las mismas.
Pues bien, pese a que todos desearíamos la conclusión contraria, los datos parecen avalar la idea de la continuidad y por tanto la inutilidad de las medidas adoptadas al menos en cuanto a algunos de sus objetivos esenciales: reducir el desempleo y contribuir a crear empleo más estable y de calidad.
En efecto, las cifras35 evidencian lo siguiente:
1º) Ha decrecido el número de trabajadores afectados por expedientes de regulación de empleo pero no los litigios por despidos. En el período del 3º trimestre de 2010 se produjeron ERES que afectaron a poco más de 88.000 trabajadores, aunque solo unos 12.000 trabajadores se vieron afectados por medidas extintivas, mientras que en igual período del año anterior los afectados fueron más de 172.000 trabajadores de ellos unos 14.000 por medidas extintivas. En los asuntos judiciales por despido de unos 26.000 en ese mismo período de 2009 se ha pasado a algo más de 20.000 en 2010, si bien afectando a más de 25.000 trabajadores (no se disponen de datos del tercer trimestre de 2009, pero si del primer trimestre de 2010, en el que se vieron afectados 28.000 trabajadores). En los asuntos de despido conciliados en el SMAC podemos comparar algún mes más; así en el período julio-octubre de 2009, se produjeron unas 12.000 conciliaciones con avenencia en materia de despido, frente a unas 8.000 en el mismo período del año 2010.
Las conclusiones parecen claras, hay menos despidos, pero la vía preferente sigue siendo el despido individual, frente al expediente de regulación de empleo.
En cuanto a la contratación los datos son evidentes.
En el período julio a noviembre de 2009 se hicieron aproximadamente 542.000 contratos indefinidos y 5.722.000 temporales. En el mismo período del año 2010, 511.000 indefinidos y 5.890.000 temporales.
Incluso entre los indefinidos, sorprendentemente no ha crecido el uso del contrato para el fomento de la contratación indefinida. Frente a 255.000 indefinidos ordinarios en ese periodo del 2009, en el mismo período del 2010 se realizaron casi 250.000. Indefinidos de fomento se realizaron unos 287.000 en el período indicado de 2009 (de ellos más de 204.000 por conversión de contratos temporales), en el mismo período del 2010 se han realizado menos de 222.000 (de ellos algo más de 166.000 por conversión de contratos temporales).
En definitiva no parecen haber cambiado las prácticas de contratación ni de despido, aunque los datos de algún mes reciente parecen indicar un ligerísimo repunte de la contratación indefinida
En cuanto al desempleo sigue creciendo aunque más moderadamente, unas 130.000 personas en enero de 2011, pero en enero de 2010 fueron menos, unos 124.000, aunque en el conjunto del 2010 se ha moderado ciertamente la destrucción de empleo – antes y después de la reforma laboral -. No deja de ser curioso apuntar de todas formas que el paro registrado cayó de marzo a julio de 2010, pero desde entonces ha vuelto a crecer ligeramente pero de forma constante.
La evolución salarial ya señalé, por otro lado, que ha sido a la baja, decreciendo el coste laboral unitario y los salarios36.
Me parece, pues, que la reforma ni está contribuyendo a crear empleo – ello depende del ciclo económico – ni a crear empleo de más calidad, pues no se ven datos que apoyen esa posibilidad y, desde luego, se ha producido una cierta regresión de derechos laborales, aunque tampoco la disminución del coste salarial le sea imputable, pues se debe más a la propia situación económica y a la debilidad que genera para mantener, incluso, los incrementos pactados en años anteriores.
Si esto es así, la reforma no estaría cumpliendo los objetivos para los que se adoptó, al menos los declarados y debería replantearse, por lo menos en algunos aspectos.
De lo contrario se puede afirmar, como se ha dicho, que este conjunto de medidas: “nos coloca desde luego lejos de las economías consolidadas respecto de las que acabamos ocupando una posición subalterna, y, en cambio, más cerca de las emergentes que ya compiten desde hace tiempo utilizando las recetas e instrumentos que ahora nos prescriben para salir de la crisis. Queda ya lejos, como si hubiera pasado una eternidad, todo el discurso de 2008 sobre la refundación del capitalismo y el gobierno y control de los sistemas financieros, que vuelven a campar a sus anchas. Al contrario, recupera su hegemonía – si es que alguna vez la había perdido realmente – el discurso neoliberal, el de los “mercados”, que es precisamente el que ha causado la crisis económica. Los causantes de la crisis económica nos pasan ahora la factura para sacarnos de ella. Acabamos pagando a los incendiarios para que apaguen el fuego sin darnos cuenta de que estamos en mano de pirómanos”37.
Esperemos que no acabe siendo así, la recuperación del clima de concertación en el reciente Acuerdo social es un signo esperanzador y oportunidad hay para rectificar no todo, obviamente, pero si algunos aspectos especialmente negativos y regresivos de la reciente reforma laboral de 2010, cuyo contexto y valoración general, lógicamente subjetiva, personal y por tanto no neutral, he intentado transmitir.
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